martes, 27 de septiembre de 2016

Hay límites que no se deberían pasar jamás.

Quien ha traspasado el límite de permitirse decir “hasta ahí”, cuando bien se sabe que la palabra arrojada no vuelve más y en muchos casos es difícil de olvidar, y se permite decir todo lo que a su cabeza se le acerque, sin poner ningún filtro que tamice lo dicho, es seguro ─me atrevería a decir inevitable─ que piense, en algún momento de su verborragia verbal ─si es que, supongamos, podría llegar a pensar acerca de lo que hace y dice─ que sus palabras solo actúan en el otro como un descargo de su parte y que por tal motivo serán tomadas ─por el otro─ como simples e impulsivas consignas dichas en momentos que, producto de la ira, sabrán entenderse como frases sin el real significado de lo que expresan, al igual que otras ─palabras, expresiones─ que también puedan decirse pero que en realidad no revisten de mayor significado que el de una mera ofensa, para llamarlas de alguna manera.
Pero resulta que esto no es así, ni por casualidad, y todo lo que sale de la boca, con menor o mayor intensidad, es producto en cierta forma de lo que se piensa o se desea (decir).
Muchas cosas podemos tirarle al otro en su propia cara cuando de una discusión se trata; o no, porque también estamos quienes nada agresivo podemos decir, quizás porque hemos aprendido que con incentivar la hoguera del la discordia nada se gana, y si lo que realmente se desea es terminar a la brevedad con la disputa es conveniente centrarse en otra cosa más interesante que agrandar el foco de la pelea y arremeter con artillería pesada que solo hará arder más y más esa hoguera a la que acabamos de hacer mención.
Pero siempre son dos las partes intervinientes en este tipo de cuestiones, o tres o más personas, quienes se enfrentan o tratan de enfrentarse a toda costa para evacuar alguna frustración, algún enojo o sencillamente algo no resuelto que tienen dentro de sí; y por eso aunque una parte única de la rencilla trate de salirse por la tangente para dar por finalizado el desgastante ataque verbal, si la otra parte o las otras parten que intervienen no desean cortar esa efusiva descarga de odio, de poca utilidad será querer conseguirlo de forma inmediata.
Ya se sabe, escuchar y permitir ─no desde la bonhomía o bondad de hacerle el favor a alguien que por otra parte lo merezca sino desde el cuasi único lugar que toca asumir─ es generalmente el primer paso a seguir en estos albores de una gresca que podría extenderse in aeternum pero que si sabemos abordarla, manejándola nosotros aunque la otra parte no se dé cuenta de ello, puede acabar a la brevedad, por agotamiento o falta de recursos verbales y/o estructurales para seguir destilando la furia.
Tal es así que tampoco debe darse vital importancia a lo escuchado; pero no para dar la razón implícitamente a quien agrede y podría llegar a suponer como lo hemos visto al principio del relato que decir lo que venga a su mente está bien con tal de tirar palabras lacerantes que duelan y toquen puntos concretos en el otro, sino para estar, la parte agredida, protegida ante tanta desazón que podría producirse al escuchar expresiones que en el momento pueden llegar a parecer que nadie más las diría a otras personas pero que, seguramente amigos, más de uno o de una debe escucharlas gratuitamente ─lo gratuito haciendo alusión a que nada se ha hecho para ser merecedores de tales improperios─ tratando de sortear en el momento, y con los recursos que se hayan adquirido de la triste experiencia, momentos oscuros, entonaciones groseras, malintencionados tratos y la recurrente falta de respeto que siempre se hace presente en toda discusión; ya que lo único que se desprende de éstas es la pérdida de la compasión y del poder ponerse en el lugar del otro para sentir ─simplemente eso─ y continuar de una manera diferente, no cayendo justamente en esa detestable discordia, nunca bienvenida y siempre despreciable.

miércoles, 14 de septiembre de 2016

Estoy triste.

Estoy triste porque todo eso que viví en mi infancia ya no tiene lugar en este tiempo de la adultez; porque haya experimentado o no todo lo que un niño debe experimentar al nivel de sueños, fantasía, emociones y magia ─todas vivencias recomendables a atravesar en cualquier niñez─ sé que ahora, de grande, aunque quiera retrotraerme espiritualmente a ese estado jamás podré conseguir alcanzarlo.
Estoy triste porque cuando uno avanza en el camino de la vida y accede a otro tipo de experiencias, contactos, vínculos, tratos, relaciones, y todo lo que viene acompañado del hecho de crecer y alejarse paulatina pero inexorablemente de los días de niño, uno se aleja de ese ángel que acompaña a cada niño, ese ángel que nos permite ─cuando infantes─ no poder ni tener que fingir acerca de nada y por nada, viviendo todo naturalmente y en el estado más auténtico que fluya de nuestro ser interior, sin ningún tipo de auto censura o de descarte “racional”, algo que tristemente rige el tamiz de los mayores la mayoría de las veces.
Estoy triste porque siento que gran parte de mi ser se resiste a alejarse de ese lugar que no deberíamos abandonar jamás por ninguna promesa que nos auto hacemos implícitamente ante el universo que creemos vislumbrar que nos espera en el momento de alcanzar la aridez de la edad adulta, y porque en otro porcentaje, menor pero porcentaje considerable al fin, siento que inevitablemente me he alejado de ese niño en su máxima esencia ─máxima expresión─ que vivía solo para ser feliz, pasar buenos ratos, divertirse y no buscar ni necesitar de otra cosa o incentivo superfluo para vivir.
Estoy triste porque son contadas las advertencias que vivo, como le sucede seguramente a todo adulto cuando infelizmente se aleja del momento de la inocencia, que me ponen en sobre aviso de esto que experimento ahora y que, quizás felizmente aunque suene contradictorio, me hacen parar y darme cuenta que tengo que hacer algo ahora ─¡ya!─ para frenar la contaminación de ir avanzando y transformando mis días de esta manera y ponerme a pensar nuevamente en que finalidad me he planteado para mi ser, y por tal motivo para mi vida y la de todos los que compartan algún tipo de experiencia, trato, vínculo o afecto conmigo y acercarme a esto otra vez.
Yo no soy ni quiero ser un inmaduro que se ha quedado sin crecer acorde a la vida que va pasando bajo sus pasos, para nada, y por tal motivo mi tristeza va por otro carril; yo necesito seguir emocionándome y creyendo en la magia de que nada debe ser tan estipulado u organizado para poder proveer felicidad, y que con lo natural, el misterio también ─porqué no?─, y la maravilla de sólo prestar atención a todo aquello que realmente a uno le interese ─no a lo que está decretado que debe ser lo consultado, buscado u obtenido─ bastará para alcanzar la felicidad más sincera y necesaria para vivir.
No quiero estar triste porque mientras haya un minuto más para seguir andando siempre se estará a tiempo de modificarse y volver al lugar que uno añora, siempre y cuando sólo dependa de uno poder reubicarse y sentirse allí; por eso esta tristeza me viene muy bien porque me produce el sacudón que mi alma y mi cuerpo necesitan para salir del letargo de estar espiritualmente (en muchas ocasiones de mi vida) donde no deseo encontrarme, abordando cada momento siendo alguien, algo, que no soy y que reconozco ajeno a mi verdadera existencia ─espiritual.
Momentos felices, por lo tanto, son éstos de tristezas inesperadas y desencadenadas por algún factor extraño y ajeno a mi verdadero ser. Y estoy triste, y no quiero estar triste, y por tal motivo ─soy un individuo altamente pragmático en pos del cambio consciente y la modificación positiva─ comienza en mí la reestructuración de volver a las bases de la vida de todo ser, base que no pide más que ser feliz generándose la dicha de manera simple ─para nada snob, presumida, materialista y sin exigencias que no llevan a otro sitio más que el de la insatisfacción permanente─ agradeciendo el hecho de haberme dado cuenta de todo esto, algo que ya es suficiente motivo para una primera gran y merecida alegría en el retorno a ese camino de la fortuna (entendida como bonanza, satisfacción y bienestar) que hube abandonado y pude darme cuenta necesito urgentemente para vivir.

lunes, 12 de septiembre de 2016

Solos entre tanta gente.

A ver si nos ponemos de acuerdo. La vida es un devenir de frustraciones, pequeñas o enormes, que se van dando desde el primer momento en que llegamos a este mundo y que se renuevan diariamente cada día que nos levantamos para enfrentar la nueva fecha en el almanaque o calendario, como más nos guste llamarlo.
Que uno es esencialmente el reflejo de todo su pasado es cierto, porque uno se ha ido formando y forjando a conciencia, y a despreocupación pura también, para llegar a ser eso que ve frente al espejo, frente al que nos devuelve una imagen puramente física y frente al otro, el que nos devuelve esa imagen que sólo uno mismo puede ver y reconocer ante tantas capas que nos recubren en esta vida moderna en donde nadie es auténticamente ese que es, por más que quiera ser transparente y auténtico desde su fibra más íntima para no hacer aquello que detesta ver ─imaginar─ en los demás. Al fin y al cabo todos somos lo mismo, personas que vamos queriendo agradar desde todos los ámbitos posibles para no sentirnos tan solos, tan tristes y en definitiva tan mal.
Nadie sabe que sería exactamente lo que mejor le haría porque de ser así no se estaría siempre en esa búsqueda que lleva a continuar siempre adelante pero que en claras cuentas no se podría definir exactamente hacia dónde va. Porque ¿qué es la vida sino una continua investigación para llegar ─no sin mucho trabajo y empeño─ a un descubrimiento y de ser éste positivo y acogedor permanecer en él para terminar desechándolo en algún momento en tren de iniciar nuevamente la búsqueda hacia otro nuevo descubrimiento que nos haga pasar las horas de nuestros largos (aunque a veces parezca que se pasan volando) días en esta tierra?
Uno está solo, sí, solo con su alma para todo, porque podemos estar acompañados en diversos momentos del día, o de nuestra vida para ser más amplios, pero siempre es en "ese momento", ese en el que nada ni nadie más que nuestra esencia puede permanecer junto a nuestro cuerpo para llorar, reír, sufrir o disfrutar ─ya que no le compete a nadie más compartir "eso" que es absolutamente de uno─ en el que somos sólo nosotros y nadie más.
Vivir es entonces un camino arduo, tremendo (salpicado con sus gratificaciones y momentos de plenitud o sentir inmejorable) porque básicamente vamos por aquí para enfrentarnos a todo lo que deba aparecer para continuar con esa formación que iniciamos desde pequeñitos, cuando todavía ni sabíamos a que comenzábamos a exponernos por el mero hecho de haber llegado a un lugar colectivo llamado mundo, insertos ─nosotros─ en un sitio personal y delicado al extremo llamado vida.
Y así y todo la vida que nos ha tocado es lo mejor que podemos esperar; no hay otra y no queda otra, y es nuestro metier saber ir dándole la vuelta a cada golpe o feo movimiento del destino para poder esquivarlo o enfrentarlo de lleno sabiendo que nadie muere en la víspera y que todo puede ─debería─ ser transformado en algo que sólo nos haga bien y nos ayude, lágrima de por medio también ¿porqué no?, a ir sin ninguna carga emocional negativa que solo empeore el tránsito por este lugar y no lleve a ningún puerto digno de arribar.
En fin, la vida, algo tan grande y, según se la lleve adelante, tan vasto o escueto, debe ser siempre motivo de querer estar en ella porque, ya se sabe, nadie va a venir a apretarnos el gatillo pero tampoco nadie vendrá para ayudarnos a sostener la copa de logros ─felicidad, armonía, empatía, amor, crecimiento personal─ que sintamos haber alcanzado.