lunes, 10 de octubre de 2016

Perritos abandonados. El dolor me tocó en esta oportunidad.

Soy una persona que pocas veces se acercó al dolor, en su real expresión tanto físico como emocional, comparado seguramente con los millones de seres que sufren muchas desventuras, de todo tipo, en sus vidas; algo que agradezco en su justa medida ya que el dolor también te hace crecer de una manera especial, más contundente. Por este motivo cuando uno ─en mi caso─ experimenta un gran dolor, un profundo pesar, de esos que se sienten en el pecho, estrujando el corazón, quizás si nos remitimos también a una comparación puede parecer un vano motivo comparado con otros, pero ─en mi caso─ con los antecedentes descritos, significa para mí una de esas veces en donde el dolor me toca de verdad.
Tal es así que este domingo que pasó sentí una profunda tristeza que puede ser traducida literalmente en un gran dolor; en una de esas veces en las que, sin lugar a dudas, el pesar se hace presente en mi vida.
Sigo triste aún, no lo voy a negar, y todo tiene que ver con movimientos que realicé en pos de cuidar a alguien que es extremadamente importante y fundamental en este momento de mi vida, es decir movimientos absolutamente justificados, pero que en un pequeño punto, ese que solo puedo permitirme para explicar mi dolor, hicieron que no hiciera lo que yo verdaderamente deseaba desde lo más profundo de mi ser.
La historia es así. El lunes de la semana pasada llegamos al parque con mi perro, un labrador retriever de ocho años y ocho meses que está conmigo desde los dos meses y medio de vida, y al rato veo una bola negra de pelos enmarañados ─tipo rastas de esas que se usan en el pelo pero enormes y gordas─ que andaba "rodando" por el suelo. Me acerco para ver qué era y descubro que, efectivamente y como lo había pensado, era un perrito súper pequeño que estaba solito en el lugar. Como al tratar de agarrarlo se me escapaba llamé a mi perro y, aprovechando que con él sí iba, en un descuido del chiquito, lo agarré para ver qué hacía luego con él, una vez que ya estuviera seguro en mis manos.
Preguntando a todos los que se encontraban en el parque, si eran su dueño o sabían con quien estaba, solo obtuve respuestas negativas; hasta que un joven que estaba recostado bajo un árbol me explicó que a ese perrito lo había traído una mujer y lo había dejado debajo de la copa de un árbol, abandonando luego el parque y abandonando al animal por supuesto, hacía algo así como una media hora.
Enseguida entendí que no había que tratar de encontrar a nadie específico, que estuviese buscándolo desesperadamente, y que en todo caso habría que tratar de "ubicarlo" luego de ayudarlo a recomponerse del mal momento que estaba viviendo.
Todo sucio, pegoteado con orín y heces que formaban finalmente esas rastas de las que hablaba, muy asustado y desconfiado de la gente ─de los humanos─ y solo permitiéndose estar junto a mi perro, yo debía devolverle un poco de su dignidad perdida, de manera urgente.
Fue así que lo llevé a la veterinaria más cercana para que le cortaran el pelo ─algo que yo jamás podría haber hecho por el estado casi gomoso de sus pelitos─ y luego entonces sí pensaría que hacer con él.
A las dos horas lo fui a recoger y me devolvieron un hermoso shih tzu mini, que se vino con mi labrador y conmigo para mi casa.
Ahí fue cuando comprendí que lo que sentía y tenía ganas de hacer era quedármelo, y que no había nada más que buscar porque ya mi casa era su casa.
Comencé entonces las tratativas para que mi perro, el que hace más de ocho años que comparte su vida junto a mí ─viviendo solo conmigo en un pequeño departamento, de un edificio como tantos otros de cualquier gran ciudad─ lo aceptara. Y la cosa comenzó como comienzan este tipo de relaciones entre un perro nuevo que llega a la casa de un perro que hace tiempo ─años─ que se encuentra en ésta.
El rechazo natural, la falta de interés por conocerlo, la puesta en marcha de varios límites a todo lo que tenía que ver con permitirle acercarse a sus posesiones (principalmente a mí), el desdén para relacionarse y las pocas pulgas en general demostradas para relacionarse, estuvieron a la orden del día de parte de mi perro con respecto al chiquito nuevo.
Y fue así que si bien nunca se mostró peligroso o complicado, más allá de lo que acabo de contar para interactuar, con el paso de los días se me ocurrió la apresurada idea de dárselo a mis padres (al perrito nuevo, claro) para que lo lleven a vivir a su casa, sin perros, con jardín y también con amor y cuidados. Las cosas con mi perro de más de ocho años no daban miras de mejorar y yo, que lo conozco tanto a mi labrador, lo comencé a ver más iracundo, abatido, estresado y diferente.
En fin, que me abataté porque siempre el afianzado de un vínculo de este tipo de relaciones nuevas lleva más de una semana, y este domingo que acaba de pasar vinieron mis padres, que viven a unos 150 km. de la ciudad donde yo vivo, y se fueron con Negro a su casa. (Negro es el nombre que le puse finalmente porque en aras de no encariñarme, quedando sujeto a ver si me lo quedaba o no producto de cómo se desencadenara la relación con mi otro perro, había pensado en no ponerle nombre pero en un momento determinado me encontré llamándolo de esta manera, o en su diminutivo, Negrito, porque de alguna forma tenía que nombrarlo, y fue así que me pareció que, por ser éste su color preponderante de pelaje, era el nombre que debía quedarle finalmente.)
Y así fue que experimenté el dolor del cual les hablo, ese que anida en el centro de mi pecho y me produce una angustia muy poderosa, del tipo de las que no te permiten hacer otra cosa que sentirlas porque sabés que no estás en condiciones de remediarlas ya que el contexto ─si bien tus ganas más fuertes apuntan a remediar lo hecho abruptamente─ no es el adecuado para que así suceda.
Y por ello estoy triste, que es lo mismo que decir, dolorido. Porque ese dolor que hoy para mí es el más fuerte y lamentable que pueda sentir me hace quedar impotente ante la posibilidad de optar por mi deseo más fuerte de volver a tenerlo junto a mí ya que en primer lugar está la necesidad de preservar el bienestar de mi primer perro que siempre fue el rey de la casa y ahora se veía vulnerado en ese privilegio que yo le concedí conscientemente desde el primer momento en que llegó a mi hogar, y por otro tampoco puedo andar jugando con los sentimientos de mi familia ─mis padres─ o lo que es peor aún, del pequeñito llevándolo y trayéndolo de aquí para allá como si fuera uno paquete o una mera mercancía sin sentimientos.
Tiene algo así como cuarto añitos el Negrito, eso me dijo el veterinario cuando lo revisó y examinó para ver cómo se encontraba. Me seguía a sol y a sombra, como también seguía a mi perro labrador aunque éste se lo sacaba de encima continuamente.
En fin, una hermosura de perrito. Que lo quería junto a mí para siempre. Que por las cosas de la vida que les cuento no se dio así. Que lo extraño. Que el dolor me tocó a mí en esta oportunidad, con toda su crudeza, de verdad. Pero, al saber que está bien en su nueva casa, hoy ya está comenzando a calmarse.

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