miércoles, 7 de noviembre de 2012

El mar.

Amo el mar desde el primer día en que lo vi. Y la primera vez no fue de tan chico. Ya era más grande.
Amo el mar desde antes de conocerlo. Sí. Es así.
Siempre me gustó, me atrajo y pude saber que sería mi destino favorito cualquiera que lo tuviese como principal atractivo de su paisaje.
Soy plenamente libre, íntegro y feliz estando cerca de él. Y ni que decir si puedo zambullirme en su interior.
Todo en él me atrae. Todo en él me asombra. Desde su inmensidad hasta la particularidad de imaginar que más allá de lo que pueda imaginarme (valga la redundancia), en sus aguas profundas hay todo un mundo de seres vivos, tan fascinante como secreto, que siempre alucino con descubrir y explorar algún día.
Es así, todo, todo, todo me puede cuando hablo, pienso o imagino al mar.
Si lo tengo enfrente mi admiración no se acaba nunca y mi adoración crece a cada instante que permanezca en ese lugar, ante Él.
Algo más. Yo tengo un perro labrador retriever llamado Boro que también, al igual que yo, ama el mar; aunque Él lo conoció y se enamoró de él desde pequeño.
Somos dos, por lo tanto, quienes esperamos estar en su territorio siempre que podamos.

¿Será que como todo lo que llega en la vida después de mucho tiempo de desearlo jamás produce agotamiento, cansancio o aburrimiento y siempre se valora y disfruta?

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