domingo, 21 de abril de 2013

Las plazas, por las noches.

Antes, las plazas significaban para mi un lugar abierto y verde que solía abordar cuando debía acortar camino en el trayecto entre un lugar y otro pero no mucho más ya que nunca fui de ir a sentarme en un banco a leer, a mirar el paisaje o a estar simplemente allí sin hacer nada.
Y digo antes, ya que desde el momento que significó un punto de cambio en mi vida que fue el de la llegada de mi perro a ella, entre muchas otras cosas, estos lugares pasaron a tener otra significación muy distinta a la que remitían en mi hasta entonces.
Son por lo tanto, desde que tengo el placer de traerlo a mi perro a estos lugares para que corra, juegue, socialice con otros perros, y lo pase bien, sitios que remiten a la verdadera conexión con la naturaleza; más teniendo en cuenta que el sólo hecho de llegar a ellas me aleja de la batahola de andar por las veredas y cruces de calles tan transitados que ofrece mi Buenos Aires a todos los que andamos caminando o en vehículos móviles por ella.
Es así que disfruto y reparo en el hecho de ir a una plaza o parque y lo tomo y aprovecho como un puente de conexión y esparcimiento mental que me distancie por el tiempo que dure mi estadía allí de todo lo que implica formar parte de una sociedad que, con estímulos constantes, nos bombardea todo el tiempo con consignas, información y diferentes tipos de señuelos que allí, en las plazas, parecen no existir o al menos carecen de relevancia.
Amo las plazas, gracias a mi perro. Amo la natural sintonía que hace foco en mi con respecto a estar inmerso en ellas y en su ambiente cada vez que me encuentro en una de éstas. Las amo, en todo momento y disfruto en forma total cada paseo que nos lleva hasta una de ellas, principalmente por las noches cuando cae el día y, acorde a la típica magia que posee este momento de la jornada, todo es especial y particularmente calmo en ellas.
Las plazas, por las noches, lindos lugares para recalar cada tanto.

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