Yo soy del tipo de personas que llora cuando se emociona; tal es así que cuando la emoción llega a mi pecho y está en su máxima expresión ─empapando todo mi ser─ no encuentra mejor forma de culminar su proceso que transformándose en lágrimas y expresando un absoluto sentimiento, genuino en todo su momento de desarrollo.
Así es que yo lloro cuando escucho alguna música específica que me conmueve, cuando miro alguna película que también moviliza mi interior, cuando leo y me encuentro en algún momento de un libro que apela a involucrar a su lector de sobremanera, cuando vivo determinados sucesos ─simples o extraordinarios─ y en tantos otros momentos en los cuales la emoción, además de ser la protagonista principal y exclusiva, como efecto supremo, me hace llorar.
Y no me avergüenza para nada reconocerme un llorón emocional, es más, me satisface en mi fibra íntima porque siempre consideré más auténticas ─menos falsas e hipócritas─ a aquellas personas que se permiten expresarse a como dé lugar antes que tapar, esconder, o reprimir alguna sensación o sentimiento que sientan o que les haya sido provocado por alguien o algo en determinado contexto.
¡Y guarda! que no ando llorando por cualquier cosa, entiéndase bien; sólo cuando por mi manera de ser aquello que vivo y experimento provoca en mí algo más que la simple apreciación, ahí es cuando se completa el círculo y finalmente me emociono, dicho con todas las letras.
Por eso, bienvenida sea la emoción, siempre, porque me ablanda el corazón, me fortalece el espíritu y sin lugar a dudas siento que me ayuda a ser un poco más sensible, entendiendo por esta noción ser alguien más auténtico.
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